miércoles, 3 de octubre de 2012
MEMORIAS DE UN SEPULTURERO
Hace poco estuve en un entierro. Bajo el sol candente, el silencio penetrante, y el sonido ensordecedor de cómo todavía despedimos a los muertos en éste pedazo de mundo, no pude evitar fijar la mirada en quien sepultaba. Casi una hora, y no logré verle el rostro. ¡Parecía tan entrenado en su labor...! Que solo me dejó con un incesante diálogo en mi interior (un "interior" que parecería nunca estarse quieto), en cuanto al lugar de dónde había salido éste hombre y quién le había enseñado su oficio. En esas, llegué a casa y me senté a escribir lo que podría ser su historia...o la de cualquier otro que con él comparta ocupación. Y con ella, les dejo.
No
es que haya elegido el oficio…si no que mi madre, ya cumplidos los 12, me
mandó a donde mi padre, dándose por
vencida. “¡Ya que tanto te escapas de la
escuela… vete con tu padre!....ahí te volverás lo que él: un entierra muertos!
A ver si para eso sirves” –fueron sus últimas palabras para mi, ese
domingo de marzo.
..y
así comenzó. Al principio, solo
observaba a mi padre y lo ayudaba a cargar una pala…el cemento…. Pero, no había
pasado mucho tiempo, cuando pasado de alcohol, lo descubrí en ese pequeño
colchón que compartíamos. Solía llorar a mares, cuando bebía. Y a mi se me
antojaba pensar que lloraba todos esos muertos que por tantos años había
enterrado. Entonces yo…lo veía ahí….desgarbado y sucio…tan fuerte…y a la vez,
tan frágil…entonces, me echaba a llorar
también. Aunque nunca entendí bien el porqué de mi propio llanto.
Hasta
que llegó aquel día ineludible. Tanto había bebido mi padre… que entre gritos
me lanzó una botella, mientras escupía palabras
para que “sirviera de algo” y que al menos, saliera a hacer su trabajo
por ese día. Recordé entonces las palabras de mi madre. Y sentí esa sensación
que se vive cuando estás a punto de conocer aquello que harás por el resto de
tu vida. Y allí nació el sepulturero.
Los años
me han enseñado el arte de enterrar muertos. Porque, sí….no importa como se
nombre, o deje de hacerse…preparar la última morada visible de un cuerpo, es,
por decir poco, un arte. Un arte con
reglas propias. Reglas que aprendes, y que nadie enseña, pero están ahí y todos
–hasta tú mismo-esperan que ocurran.
Y
ese arte es mi oficio. Y aunque me satisface, ¿Será posible demostrar que estoy
“feliz con mi labor”? ¿Será aceptable
que un sepulturero, un entierra muertos, muestre, ante los demás, estar “feliz
con su trabajo”?
Pero
entristecerme tampoco es mi función…y eso, hasta quienes llevan a sus propios
muertos lo saben. ¿Existirá algo más inverosímil que quien entierre derrame
lágrimas sobre el cemento fresco?
Es
entonces donde el rostro…mi rostro… se abstiene de expresión. Bajo la cabeza…y
hago mi trabajo. No miro a los ojos. No sonrío. No muestro signos de tristeza.
Estoy allí. Y todo lo que ven mis ojos es al cuerpo inerte al que hago el favor
de cubrir con polvo.
Y,
no miento al decir, que nunca jamás he sentido miedo. Ni siquiera las primeras
veces. Curiosidad, si he de definir un sentimiento. Curiosidad, sí…de saber
quien en la vida me hará el favor a mí, ahora que ya han pasado tantas décadas,
y mi padre no está…y yo, ya viejo, me
siento más cerca del polvo que lo que nunca antes había estado.
Y es
que hasta el final me continuaré preguntando: ¿Por qué la historia registra con
fanatismo la mano de aquel que te sacó del vientre y te instaló en tu primera
morada…pero nadie se preocupa por preguntar cómo se llamó aquel que te sepultó?
Hasta hoy, no he encontrado respuesta.
Etiquetas:
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