
Entré en el tercer vagón del tren arrastrando los pies, con las manos repletas, y prometiéndome entre dientes que el próximo día de gimnasio haría algo de pesas para fortalecerme los brazos (¡No era mínimamente normal que maletas tan diminutas casi me los echaran a perder!).Luego de ubicarlas como pude, me dejé caer en el asiento y antes de que osara arrancar el tren, me quedé dormida.
¡Memorable viaje a Cataluña! De seguro soñé... ó al menos tuve tiempo para ello, pues las manecillas del reloj habían dado suficientes vueltas cuando abrí los ojos y le ví.
¿He dicho "ví"? Más bien me vió. Un encuentro fugaz y un tanto violento con una mirada que percibí había estado posada largo rato intentando descifrar mis sueños, me trajo al pensamiento una paradoja:
En un mundo sin lugar a dudas individualista, somos en el fondo más observados de lo que solemos imaginar. Observados, eso sí, casi siempre frente a quienes estamos menos apercibidos y en los momentos más insospechados.
Razón suficiente para afirmar que en asuntos de vida, los disfraces, donde quiera que los lleves, están siempre fuera de lugar; como dice mi amiga gallega "lo que ves... es lo que hay".
"Que lo que haya te agrade... y lo que se vea sea para gloria tuya" fue mi primera petición a Dios, mientras, desde la ventana, me veía llegar de vuelta a la Salamanca de mis amores.

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