
…los que anoche han dormido en mi casa. Una cena atropellada, dos niños rubios correteando por el salón, unos padres jóvenes y ecuánimes no cesan de hacerme preguntas que intento contestar sin dejar entrever la extraña mezcla entre timidez y entusiasmo que me produce todo este alboroto.
Mi casa llega al punto de efervescencia…y, justo ahí, se les ocurre partir.
Y ahora a mi, con las pisadas de mi vecino haciendo eco entre pared y pared, y sentada, como estoy, en mi rincón, se me ocurre pensar que hay personas que definitivamente te dejan buen sabor a vida; que te implantan, sin proponérselo, una sonrisa, y te soplan, si me permites, un poco más de gusto por ser humano.
Las hay, sigo pensando (y pienso caras y evoco nombres), las destello, fugaces, si, pero suficientemente inspiradoras para recordarlas de por vida. Esas que te dejan con la respiración a mitad, y con la sensación de querer atraparlas.
Las de escaparate de tienda de pueblo, algo monótonas y sin mayor novedad que ser ellas mismas, y sin embargo, siempre, siempre, presentes, justo allí, a la vuelta de la esquina.
Hay incluso aquella que se atreve, sin pedir permiso, a arrebatarte un suspiro y helarte las entrañas con tan solo mirarla; y las que permanecen tan lejos, o tan cerca, que nunca llegas a visualizarlas con un lente objetivo.
Lo prodigioso, a todo esto, es que, todas y cada una provengan de una misma materia prima. De un trozo, o quizá un puño, de eso que el libro de los Inicios sigue llamando barro y que a nosotros, según el siglo, nos da por cambiar el nombre.
Más prodigioso será, y sin duda es, (sin temor a sonar simplista) el que sopló para crear lo que, sobrepasando nuestro precario dominio de "biomoléculas genéticas", no conseguimos definir, y decidimos en consenso, llamar VIDA.

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